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La galería Fúcares acoge "Cuán grata la sonrisa de la tostadora de madrugada" de Jorge Vicen

GALERÍA FÚCARES

JORGE VICEN

Del 21 de octubre al 4 de enero

Inauguración Sábado 21, 20h

Calle San Francisco 3

13270 Almagro / 926860902

Jorge Vicén (1980) vive y trabaja en Nueno, localidad próxima a Huesca. Su formación académica pasa por Huesca y Barcelona. Su formación personal pasa por el punk y el flamenco, por un viaje a la India del que vuelve cargado de anotaciones, por el trato profesional con enfermos psiquiátricos y una larga estancia hospitalaria. Su obra ha sido expuesta en España, Finlandia, Francia y Holanda. En Huesca y Barcelona perduran algunos de sus murales callejeros. Hoy lo representan las galerías Fúcares y with Tsjalling (Holanda).

Sus primeras exposiciones fueron de fotografía. El dibujo a tinta china y la escritura compulsiva en cuadernos le han acompañado desde siempre, pero la pintura es la actividad más específica en los últimos años. Muestra de ello es su primera individual en la galería Fúcares. En el óleo Jorge Vicen ha terminado por encontrar el medio con que fabricar objetos plásticos palpables, ocupados heterodoxamente por pegotes de color. El óleo termina manejándose como si fuera un chicle. La pintura llega donde fracasan las palabras. 

Jorge Vicén tiene deudas con el Art Brut, con el Surrealismo, con Philip Guston, Torres García o Ferrán García Sevilla, con los locos y los místicos, con los videojuegos y con los insectos. En su pintura se disuelven las categorías de lo abstracto o lo figurativo. Las palabras viejas se hacen materia plástica y resucitan en la insignificancia. “No nos vale el habla y debemos mentir”, dice.
Una pintura tan seria como carnavalesca, tan lúcida como lúdica.

 

JORGE VICEN: OTRO PINTAR

Refiriéndose a Raymond Roussel, decía Eugenio Trías que “frente al saber canónico (…) que proclama la necesidad de precisar los símbolos lingüísticos y evitar las ambigüedades”, este escritor “instaura otro saber, un saber en el que sólo la sinrazón permite fraguar, en el que se restituye, por debajo de los artificios del saber (y sus formalizaciones)” una cierta “naturaleza olvidada del lenguaje”. Sabia, sin pretender serlo, la obra de la sinrazón se presenta como “espectáculo observable de las cosas que significa”. Esta sabiduría otra tiene su paralelo en otro pintar. Materialidad y cosa comestible. La sinrazón le sirve de molde. Así, la pintura de Jorge Vicen, que se plantea como una fábrica de exvotos postraumáticos. El cuadro no sólo se configura como objeto observable, sino como objeto a tocar, con cierta propensión a que la materia, hechizada y traviesa, se instale en sus límites, en los bordes del lienzo, como si se tratase un accidente impertinente, o de la cagada de un pájaro que acertó a pasar por allí. O como un chicle. Un espectáculo palpable, por lo tanto. Tentador en cuanto repulsivo para el tacto.

El Jorgen Vicén pintor nace del Jorge Vicén fotógrafo y de su relación con las cosas, y del Jorge Vicén dibujante, grafómano autor de cuadernos de viajes (reales e irreales) y de murales callejeros. La pintura le permite la creación de objetos que se podrán, por fin, tocar, y la ficción se convierte en una no ficción terriblemente convincente, que se afirma en el uso del óleo en su trabajo más reciente, con sus manchas hirsutas y sus escarificaciones pastosas de colores planos, artificiosos, o sus mixturas imperfectas de suciedad tornasolada. 

Óleo que se adereza en ocasiones con puntos de silicona, a modo de sarpullido. Ante la incapacidad de las palabras, se entrega a la pintura, al chafarrinón, al tatuaje del lienzo como expresión sensata de lo abyecto. Pintura que puede exigir la ofrenda de un tótem, sumando teatralidad. La teatralidad que también se manifiesta en cierta necesidad de estructura (en lugar de argumento) de las obras. No es por ello extraño que Torres García aparezca como invitado especial.

Lo real es impresentable (en el doble sentido), pero el pintor se las apaña de aquellas maneras (las suyas) para presentarlo, siendo que representarlo se hace imposible. Del cuaderno de bitácora de Jorge Vicén copiaré sus confesiones poéticas: “No nos vale el habla y debemos mentir”, dice. “No me explico –anota luego– cuál es la razón, esa terrible obsesión por la copia, aunque sólo sea para demostrar nuestra presencia como espectadores de prisiones que embalsaman el fluir en estúpidas sombras de esqueletos en cajas de cerillas debajo de tu cama”. 

Esa presencia como espectador de las prisiones tiene que ver con experiencias privadas, con un largo ingreso hospitalario, con el trato profesional con pacientes psiquiátricos. Es por eso que la cárcel será uno de los asuntos de sus cuadros. El otro, la vida recuperada como un más allá alucinatorio, tras el paso por la muerte. Aunque más que de motivos, se trata de perspectivas. 

No es de extrañar el interés del artista por Foucault, y por los personajes enajenados que analiza en sus libros. Artaud, por ejemplo. O Nietzsche, cuya fértil locura justifica una frase (bastante conocida) del filósofo: “Por la locura que la interrumpe, una obra abre un vacío, un tiempo de silencio, una pregunta sin respuesta, provoca un desgarro sin reconciliación en el que el mundo está obligado a interrogarse”. El “desgarro” podría definir bastante bien la pintura de Jorge Vicén. Lo real visto a través de tiempo acuchillado se vuelve un objeto pictórico antihistórico. Por una parte, se sufre una esquizoide pero lúcida necesidad de tocar “chufa”, y de palpar la realidad, que hace de su pintura una práctica post-pop. Por otra, la sabiduría de quien ha visto el otro lado devuelve la pintura al tiempo mítico. Esa reunión de los dos tiempos, el del hoy y el del siempre, es algo que se da en el carnaval. Y lo carnavalesco define la obra de Jorge Vicén. En uno de sus cuadros reaparece (maquillado) el ángel de Paul Klee. Las palabras que devoró la historia son materia plástica. El deseo cuelga como el calcetín de unas navidades imposibles, siempre demoradas.

De vez en cuando, se permitirá Jorge Vicén el espejismo de la felicidad, a modo de provocación. Es interesante que nos preocupemos por la materialidad de sus colores. “Los conceptos se disuelven en la pintura”, dictamina este artista. En el taller se amontonan cajas con tubos de óleo de un marca china (Start): Lemon yellow, vermilion, green light, compose blue, titanium white, viridian, yellow ochre, lumipink… La artificiosidad es nuestra segunda naturaleza. “Cuán grata la sonrisa de la tostadora de madrugada”, leo en otro de sus cuadernos. Que me recuerda la lucidez de otro pintor, de Luis Gordillo. Y leo más adelante: “Qué pequeños somos ante la dinámica del universo, de la vida de los insectos. Qué pequeños somos ante el perfecto trabajo de las máquinas y su estabilidad emocional”. La inocencia de los objetos de consumo, de los seres pixelados que rebotaban en los viejos videojuegos, y las palabras desenchufadas de la memoria histórica pueblas sus obras. Pero también asoma el vértigo ante la naturaleza menuda del insecto y del gusano que se alimentarán de los muertos. Los títulos de algunos cuadros sirven para provocar un cortocircuito iluminador: UFO caribeño, por ejemplo. El cuadro como objeto no identificado. Como algunas otras de sus formas, ésta es heredera de la carnalidad alternativa del Surrealismo, de la Venus mutilada del Cenicitas daliniano. El desgarro da pie a las apariciones. Y la pintura se presenta también como ser zombi.