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Rafael Mateu de Ros escribe "Reflexiones en torno a la colección de la Señora Thyssen"

"En las últimas semanas han abundado los comentarios dedicados a la espinosa situación de la colección de la baronesa prestados a la Fundación-Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, a raíz de haber sido apartados de la colección cuatro de sus obras principales, incluido el ‘Mata Mua’ de Gauguin (considerado el icono de la misma). El doctor en Derecho Rafael Mateu de Ros ahonda en este tema y despeja algunas dudas."

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La mayoría de lo que se ha publicado es interesante. Casi nada exacto. Para quienes todavía no lo sepan, la colección de la señora Thyssen-Bornemisza no tiene nada que ver con la que el Estado adquirió en 1993 al difunto barón Hans Heinrich, que dio origen al Museo Nacional que lleva su nombre y que gestiona una fundación del sector público estatal. Esta es una colección pública comprada y bien pagada por el Estado en una operación única que, a mi juicio, fue altamente beneficiosa para ambas partes.

La otra, la de la baronesa, es una colección privada nutrida, al parecer, de obras que se encontraban también en Lugano, pero cuya calidad es muy inferior a la del barón, salvo precisamente esas cuatro piezas de Gauguin, Monet, Hopper y Degas que han abandonado el museo y pocas más. Incluso contando con ellas, considero que es una colección second tier, sin excesiva importancia a nivel internacional.

El préstamo al Estado de la colección de Carmen Thyssen se firmó en 2002 y desde entonces ha experimentado 16 prórrogas, porque a la prestadora no le complace firmar periodos que excedan de seis meses. Los préstamos han sido gratuitos, en el sentido que esta gratuidad tiene en el sector: seguros, conservación, mantenimiento y, en este caso concreto, adquisición y rehabilitación de dos edificios adyacentes a Villahermosa a costa del prestatario que somos usted , yo y los ciudadanos españoles.

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Carmen Thyssen junto al cuadro de Hopper.
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Paul Gaugin. “Mata Mua” [Érase una vez]. 1892. 91 x 69 cm.

Desde hace un tiempo, la propietaria pretende que sigan en el Museo pero con dos condiciones: el pago de una renta anual cuyo importe estaría en torno a siete u ocho millones de euros –más la pléyade de gastos ya indicados– y la exclusión de los cuadros principales, las joyas de la colección, que serían exportadas y probablemente vendidas en el extranjero.

El programa no sigue en absoluto el ejemplo de la operación de los años 90 en la que, tras un corto periodo de préstamo, el Estado adquirió la propiedad de unas 700 obras del barón, entre las que figuraba –sin conocer el comprador su origen– el célebre cuadro de Pissarro confiscado por los nazis a la familia Cassirer (sobre el que pende un litigio interminable en Estados Unidos).

Si es cierto que las obras que componen la colección de la señora Thyssen fueron importadas de forma legal a España, se aplica el art. 32 de la Ley de Patrimonio Histórico que otorga al propietario el derecho de exportación sujeto a una verificación reglada por parte del Ministerio de Cultura.

Las tasas por exportación no se devengan cuando se trata de obras importadas legalmente o cuyo destino es un país de la Unión Europea. No se entiende el debate sobre devengo de tasas al que algunos de los artículos publicados se han referido. La libertad de la señora para exportar y vender dichos cuadros en el extranjero se asienta en esas normas, no en algún privilegio como algunas noticias fantasiosas han dado a entender.

Lo que es más difícil de entender –y esta ya no es una cuestión de abogados– es que los sucesivos Gobiernos no hayan sido capaces ni de negociar que las obras emblemáticas de la colección se queden en España ni de plantarse de una vez para que la propietaria se lleve el surtido completo, que la verdad, sin esas piezas, no pinta mucho al lado de lo que ya tenemos en Madrid. Al parecer en diciembre pasado hubo un acuerdo o un principio de acuerdo que algunos consideran incumplido. Pero el mal viene de origen: no debió aceptarse el préstamo –hay algunos que acaban siendo tóxicos– sin dejar bien atado el futuro de la colección; como supieron hacer muy bien los gestores culturales de la época del barón. Quizá el Estado pudo haber aceptado la colección en pago de los impuestos de la herencia de Han Heinrich von Thyssen o haber protegido la colección como conjunto de Bienes de Interés Cultural, al tratarse de obras radicadas en nuestro país. Es lo que se ha hecho en otros casos.

Sorprende el desafío permanente de la baronesa Thyssen, que a lo largo de los años ha ido excluyendo del préstamo las mejores piezas –como el famoso constable– a su antojo. Tenía derecho a ello, como reconocía hace unos días con precisión de jurista el Secretario General de Cultura, pero lo cierto es que el valor de la colección va disminuyendo cada vez y la operación en su conjunto empieza a no tener sentido.

Es como si la señora pensara que el Estado tiene con ella una vieja deuda moral debido a que el precio de compra de la colección del barón fue insuficiente, o porque gracias a su intercesión en aquella operación cree ser merecedora de distinciones y privilegios, incluso fiscales, que el Estado se niega a concederle.

Hay grandes coleccionistas españoles desde Cambó hasta los Alba, March, Botín, Masaveu, Abelló, las hermanas Koplowitz o los Roig, entre otros muchos, que ejercen un mecenazgo cultural activo y discreto a través de fundaciones, préstamos y exposiciones gratuitas de arte. Que yo sepa, nunca han pedido recompensa alguna. Lo mismo sucede con los legados de Dalí, de Miro, de Tàpies, los herederos de Picasso y los numerosos donantes de nuestros museos y fundaciones de amigos de museos.

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Camille Pisarro. "Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia".
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Édgar Degas. "Caballos de carreras en un paisaje".

La generosidad de todos ellos contrasta con lo que aquí vemos. Pienso que la opinión pública se ha formado ya su propia idea. La retirada y posterior “fuga” del gauguin hace unos días y la estupefacción de los visitantes del Museo ante el repentino vacío dejado por el cuadro, parece una escena sacada de aquellas viejas películas de robos de arte en países del tercer mundo. Ni los ciudadanos ni un museo nacional tan serio y bien gestionado como el Thyssen merecen el espectáculo.

La pregunta, en fin, es hasta dónde llegará la paciencia del Estado y, para responder, me acojo a las sabias palabras escritas por Francisco Calvo Serraller (Colección Carmen Thyssen: una culpa compartida, EL PAIS, 4 de febrero de 2017):

“Periódicamente nos sobresaltamos leyendo o escuchando en un medio de masas que una compungida baronesa, muy ofendida no se sabe por qué, anuncia que se va a llevar su colección, nunca aclarando qué es lo que pide como compensación para evitar esta pérdida, que seguramente será un disparate. Bien, pues que se la lleve o que la deje. Aquí, quizá, una vez más, habría que decir: ¡más vale honra sin barcos que barcos sin honra! Y, en cualquier caso, no se puede someter al honrado pueblo español a esta exhibición de mezquindades miserables”.