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Fernando Miñarro Mena. Madrid, 1988.

Forja su criterio artístico en una sólida base teórica y experimental, gracias a la influencia de su padre. Su enfoque, pasa por una primera necesidad de observación, una mirada atenta y una reflexión libre, desde donde construye una realidad introspectiva en la que representa lo esencial con su propio lenguaje.

  Estudia Arquitectura en la Universidad San Pablo CEU de Madrid, donde descubre inspiraciones que orbitan en torno al espacio, el tiempo, la energía, y la materia. Estas referencias se someten a un filtro contemplativo, que permite interpretar y transformar la realidad, bajo un prisma metafísico que determina el origen de su autoconciencia espacial.

  Adquiere experiencia práctica en el manejo de herramientas de Diseño Paramétrico Computarizado y cursa un Máster en el Laboratorio de Fabricación Digital, lo que le permite construir esculturas a gran escala y pabellones habitables. Representaciones muy potentes y expresivas, que conectan en esencia, con los cuerpos de trabajo de imaginarios anteriores.

  Forma parte del Grupo de Investigación RE-BIRTH, viaja a África en una misión de cooperación, que culmina en 2014 con el diseño de su PFC: Campo de Refugiados en Benin. Prototipo de Vivienda de Emergencia Modular Adaptativa.

  Empieza su carrera profesional en Londres, haciendo maquetas experimentales y modelando edificios en 3D, con herramientas CAD/CAM. Vuelve pronto a Madrid para especializarse en la Tecnología BIM, donde cursó un Máster de REVIT Manager en la Academia de Nuevas Tecnologías CICE.

  Durante los siguientes años trabajó para varios estudios de arquitectura como Atmos studio, Darro 18, Luis Vidal, AGI Architects o López y Tena Arquitectos y por cuenta propia para clientes privados, combinando tareas de diseño técnico y artístico.

  En 2019 se traslada a Tenerife, trabaja con Fernando Menis, Jose Luis Bermejo, y Fernando Hernández García, entre otros arquitectos.

  Realiza su primera exposición de pintura en solitario POLINOS en la sala de arte La Casa Articulada de Santa Cruz de Tenerife. Donde muestra por primera vez composiciones ligeras y sutiles, que flotan en el espacio como si fueran soportadas por algún tipo de energía oculta en un medio etéreo, desde ese momento Miñarro toma una trayectoria de exploración que afronta la búsqueda de un proceso hacia la abstracción personal.

  Utiliza gran variedad de técnicas, materiales y herramientas pictóricas durante el proceso creativo para representar la evolución de la materia entre los distintos estados de agregación a lo largo del tiempo. Su investigación plástica se basa en la Ley de la conservación de la materia (A. Lavoisier, 1785) y  el Primer Principio de la Termodinámica, sobre la conservación de energía (R. Clausius, 1850). 

  Sus lienzos y esculturas sugieren una metamorfosis de estado sintrópico, donde se estratifica una elegante paleta de texturas y colores naturales, que bailan juntos en algún lugar metafísico, ubicado entre la realidad y la imaginación. 

  Con motivo de la celebración del Centenario de César Manrique expone en el Espacio Cultural El Tanque, en Tenerife y en la Sala de Arte de La Casa de los Coroneles, en Fuerteventura. Expone como Artista Emergente del PHE FESTIVAL, en la Galería del Espacio Cultural del Castillo de San Felipe, en el Puerto de la Cruz, mostrando una obra de intensa vibración dinámica. En 2024 muestra su obra en la Sala de Exposiciones del Cabildo de La Gomera, en una exposición individual bajo el nombre de Geometría Orgánica.

  Su obra puede interpretarse, según el artista, como una metáfora de las complejas relaciones sociales de los seres vivos a lo largo del tiempo. En ocasiones las energías se encuentran, se cruzan, se proyectan, se acoplan, se repelen y en otras se contienen inseparables, incluso una dentro de la otra. En todas las posibles interacciones del espacio tiempo, aparece siempre la energía como motor esencial, alimentando los organismos que constituyen las estructuras vitales del universo, en una explosión de sensaciones, formas y colores.

Cuando a comienzos de 1911 se inicia la correspondencia entre Wassily Kandinsky y Arnold Schoenberg —es el pintor el que se pone en contacto con el músico después de la audición de un concierto en Múnich— ambos llevan años procurando enfrentarse con la construcción, cada uno en su materia, de formas creativas autónomas, que no deban ninguna de sus características a la real, y que se constituyan a sí mismas obedeciendo únicamente a la ley que su propio sistema de composición crea. Es decir, ahondando —como verdaderos pioneros— en las primeras manifestaciones prácticas y teóricas de la abstracción. No resulta sencillo admitir ahora esas «propuestas» de poética y búsqueda sin que intermedien en el proceso de asimilación algunas consideraciones que la historia de la cultura ha asumido ya hace décadas. La autonomía de la creación en relación con lo real, por ejemplo, no impide la consideración dentro de los márgenes de la realidad de cualquier forma producida por el ser humano, independientemente de que esa forma halle o no reflejo en el cuerpo de la naturaleza. En cualquier caso, y con las sabidas excepciones de las culturas orientales y primitivas, lo cierto es que en el momento en que comienzan la correspondencia, tanto uno como otro han comprobado que ahondar en las formas puras, ajenas a las normas de composición figurativas o armónicas, conlleva no pocos sinsabores y mucha soledad. De ahí que Kandinsky exprese su alegría por hallar, en las composiciones de Schoenberg búsquedas similares a las suyas. A lo que el compositor contesta, con entusiasmo: «Seguro que entre los mejores de los que hoy en día se afanan en sus trabajos, existen relaciones y similitudes desconocidas, que no son casuales».

  Más de cien años después de que su diálogo comenzara puede decirse que los frutos de esa investigación forman parte plena de los cauces expresivos a través de los cuales los creadores contemporáneos se enfrentan con la realidad y el conocimiento del mundo. Aquella posibilidad de las formas para, dicho en palabras de Schoenberg, «reconocer y expresar la visión percibida», han permitido el acceso a nuevos modelos de significación material, en la que las formas puras y las conformaciones de lo físico (como el color o la transparencia) permiten recoger en el seno de la expresión artística pura la idea fundacional —expresada tanto por Thoreau como por Joseph Campbell (por poner dos ejemplos lejanos)— según la cual a través de nuestros ojos, de los ojos humanos, el universo se observa a sí mismo.

  En cierto modo cabría interpretar la abstracción en el arte, antes que como un medio de investigación sobre lo real, como una forma de celebración del mundo que surge desde la más profunda observación de la materia —en un sentido, casi podríamos decir, cuántico, en el que la materia deja de ser significado y se vuelve solo significante— y que alcanza, en ocasiones, hasta la mismísima iluminación, hasta un conocimiento revelado, un conocimiento por misterio.  «En la raíz de toda celebración auténtica» dice el pensador canario Luis Lenz «alienta una alegría sin motivo que está más allá del mero goce orgánico de la conciencia de la salud física; en ella se funden la vivencia de la belleza cotidiana, el enigma de la existencia y la sacralizad de la vida, tantas veces nacida de experiencias terribles, ciertamente, pero también de una profunda esperanza».

  Esta idea de línea profunda de la abstracción como celebración de lo real se materializa no sólo en la obra de Kandinsky —que escribe acerca de «lo espiritual en el arte» en su famoso ensayo de 1911– y Schoenberg —que insiste en argumentos parecidos en la Harmonielehre—, sino que aparece en la consideración en tanto que signos religiosos que establece Mondrian para sus composiciones o la que Malevich propone, casi en los mismos términos místicos, para sus suprematismos. Y otro tanto cabe decir de la obra de Bram van Velde («la pintura no está»), de Alechinsky o de Millares. Siempre en el campo de una consideración general, el parentesco de las fenomenolgías de la abstracción y la liberación de las formas con respecto de lo real, abonan la interpretación de que esa autonomía del arte acerca al creador a las redes internas que trenzan la realidad y la construyen como conocimiento.

  En una nota de sus Diarios, que no somos los primeros en destacar, Paul Klee escribe (16 de abril de 1914): «Dejó ahora el trabajo. Me siento tan profunda y suavemente compenetrado con el ambiente, lo siento y me siento seguro, sin esfuerzo. El color me tiene dominado. No necesito buscarlo fuera. Me tiene para siempre, lo sé bien. Y este es el sentido de la hora feliz: yo y el color somos uno. Soy pintor.»  ¿No es esta idea la misma que enunciaba Schoenberg cuando afirma que su creencia es, como ya señalamos, «reconocer y expresar la visión percibida»?

  Nada más lejos de nuestra intención que la de comparar la obra de Fernando Miñarro Mena con la de esas figuras mayores de lo contemporáneo. Nuestra intención es, simplemente, la de saludar una de las primeras exposiciones de un autor que comienza a andar en ese camino a partir de una rara madurez. Y qué mejor saludo que el de señalar el contexto preciso en el que su obra aspira a moverse. Las piezas que presenta Miñarro en esta muestra se incluyen por derecho propio en esa tradición abstracta que celebra lo real y que permite el abordaje de las sustancias expresivas de la materia a través de sus propias incitaciones y búsquedas, esto es, a través de la proyección en el ámbito de las formas de cualidades sistémicas del mundo material como los equilibrios, los pesos, las fuerzas y las opacidades y transparencias. Tanto las esculturas como las pinturas que el autor nos presenta fijan su reflexión en el campo de los condicionantes estéticos de estructuras que pertenecen al dominio de la física. Quizá tenga que ver en ello su condición de arquitecto y una voluntad innata de que la obra «se tenga en pie», adquiera los rangos formales de la sustentación y la quietud. Es de esa suprema elegancia —no como rasgo estético ni moral, sino como rasgo constructivo— de donde surge la alegría celebratoria de estas piezas, que se ofrecen como superposición de veladuras —en el caso de la pintura— o como superposición de tensiones formales que alcanzan sus equilibrios en el juego entre el sólido y el vano —en el caso de la escultura.

  De poco sirve acercarse a pinturas como El pacto o La nueva familia, en las que las formas buscan sistemas de equilibrio y tensiones sobre un vacío denso, de alguna manera imantado, si no hemos interiorizado previamente la idea de necesidad interior descrita por Kandinsky en De lo espiritual en el arte. Es muy probable que dentro del perfil de ideas de un ensayo como ese, tan lleno de sugerencias y de conculcaciones de lo establecido en su momento para la poética pictórica —por ejemplo, el concepto de vibración de la obra, la idea de secreto establecida alrededor de los contenidos profundos del color, la simbología pura de la forma (como una suerte de ceguera lúcida para la que está preparada la percepción humana)—, una de las más relevantes sea lo que el autor ruso llama principio de necesidad interior. La lección según la cual, contenidas en las formas, construidas como manchas, habitan en la materia pictórica los principios de una expresión, de una forma de presentar el mundo ante la mirada de los otros que se encamina hacia una reflexión solemne —intensa emocional e intelectualmente a la vez—, parece dominar el trabajo de Miñarro en esta muestra. Las manchas que conforman sus pinturas, las gamas cromáticas, las fuerzas que parecen concentrarse sobre puntos de fuga elegidos sabiamente, parecen habitadas por un sentido, por una búsqueda que se colma, hasta el punto de que esos «lugares» que crea la pintura se transforman en espacios de silencio, en escenarios de meditación. La mirada no se fatiga, sino que es invitada a permanecer, a establecer sus propios equilibrios, como si la materia abriera por un instante su necesidad interior: como si la materia se expresara, a sí misma, en una mirada que expusiera su propia intimidad. En este sentido, los títulos de estas piezas son sólo un componente más de la obra: no un resumen, sino una forma más. Del mismo modo que Vaca o Limonero son títulos de Agnes Martin introducía en sus piezas como una «salida» poética, como un emblema apto para la construcción de nuevos ensueños.

  Por su parte, las esculturas, de una delicadeza que algo debe también a sus proporciones mínimas, podrían considerarse casi dibujos, bocetos para indagar e investigar en las formas. Algo parecido a obras de taller, a los diarios del artista. En este contexto de los volúmenes, Miñarro parece querer trazar un estudio sobre las posibilidades de equilibrio de la materia no sólo en relación con los pesos o con las atracciones entre los vacíos y los llenos, las masas y los cortes, sino también en cuanto a las estructuras profundas de los perfiles y las texturas —que alternan en muchas piezas entre la suavidad de las materias maternas y los erizamientos de las macroestructuras cristalográficas. Hay una frase sobre la que he escuchado reflexionar a Fernando Miñarro en alguna ocasión, y que creo que, aunque viene del campo de la física teórica, preside de algún modo la constitución «interior» de sus esculturas. Afirma John Archibald Wheeler que «El espacio dice a la materia cómo debe moverse; la materia, con su gravedad, dice al espacio cómo debe curvarse». En sus algunas de sus piezas, pienso, por ejemplo, en Escultura A2, la cerámica blanca parece asumir las responsabilidades de la materia y los pesos, mientras que el filamento de acero se despliega como propuesta o tentativa del espacio. En otras ocasiones, como en Escultura A11 o Escultura G2, son las texturas y el corte los que ofrecen una revelación de la materia, un espacio de descubrimiento y de metamorfosis.

  Fernando Miñarro Mena ha construido, en esta exposición, una mirada que traza sus derivas en un territorio desconocido, en el que las intuiciones, la confianza en la capacidad expresiva de la materia, la organización de las fuerzas gravitatorias que se ordenan desde las formas, permiten el primer trazo de una trayectoria, de un camino. Se trata de una tentativa que avanza hacia los fundamentos primarios de la abstracción: a través de la construcción de color y de forma el mundo puede ser celebrado, reconocido y transformado.

 

Alejandro Krawietz