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Gema LLamazares: Faustino Ruiz de la Peña en la Galería Gema LLamazares: Paisajes Poseidos.

Del 13 de enero al 19 de febrero de 2011.

Al pintar, ¿poseemos el mundo o nos separamos aún más de él? Cuando convertimos la naturaleza

en objeto de la mirada y la representamos mediante imágenes, ¿nos la apropiamos de algún modo o nos

escindimos de su seno? En uno de los capítulos más seductores de su espléndida Autobiografía sin vida,

Félix de Azúa defiende la segunda opción: al transformarla en imágenes, signos y símbolos, nos desgajamos

definitivamente de la naturaleza, la alejamos para siempre de nosotros: “Las imágenes nacieron (…) cuando los humanos sintieron la irresistible necesidad de ver hacia fuera, de manera que se convirtieron en

‘el punto de vista’, el lugar orográfico desde donde se ve”. Y ese gesto, que transformó el mundo en paisaje,

en mundo visto -y posteriormente en mundo representado por el signo pictórico- nos exilió a la vez de él.

Faustino Ruiz de la Peña (Oviedo, 1969) confiesa haber sentido justo lo contrario al rematar cada uno

de los espléndidos paisajes que componen su primera individual en Gema Llamazares: la representación de

los espacios agrestes o suburbiales, de los campos y jardines desiertos que excitaron por cualquier motivo

su mirada en sus paseos por los alrededores de Oviedo o Gijón, al cruzar el páramo leonés en un jardín

inglés o en unas salinas de Cabo de Gata, se ha convertido para él –confusamente, pero con un sentimiento

inapelable- en un acto de apropiación de esos territorios; en una forma de conquista de parcelas del mundo a través de la pintura. O quizá, más bien, de reconquista.

Una reconquista en la que lo primero que se ha reconquistado es una cierta actitud como pintor. Por convicción y elección, Faustino Ruiz de la Peña se asume artista contemporáneo y ha ejercido como tal;

lo cual reviste de un significado especial la franqueza con la que se aproxima ahora al venerable género

paisajístico. Porque, como Luis Feás advirtió oportunamente a propósito de algunas de estas piezas, hay en

ellas un llamativo cambio de planteamiento respecto a los trabajos precedentes del autor, “ejemplo y modelo

de la figuración posmoderna, abierta y fragmentada”.

Frente a esa pintura en estado de permanente autoconsciencia, atenta a la mediación del concepto, los lenguajes, las referencias, Ruiz de la Peña pinta ahora como si se hubiera olvidado de todo eso: con una entrega al placer de la ejecución que demora y reconstruye el placer previo de la contemplación y una

suerte de sabia inocencia que parece suspender, en la acción pura y directa de pintar, todo juicio acerca

de las ambiguas relaciones entre el arte y el mundo; tal y como si pintar la naturaleza fuese, en efecto, un

medio para poseerla. Tal y como si lo que, en cambio, no se poseyese todavía fuese la conciencia de haberse

desgajado de ella y de estar pintando tan solo imágenes, e imágenes de imágenes hasta el infinito.

¿Adónde conduce, entonces, esta reconciliación con una cierta tradición de la pintura? Aunque la melancolía

y el sobrecogimiento que provocan en nosotros muchas de estas florestas enmarañadas y estos lugares

inmóviles bajo cielos turbulentos sea muy afín al que desencadena cierto paisajismo de estirpe romántica,

creo que la posición de Faustino Ruiz de la Peña no ha sido romántica en esencia: tampoco ha tratado de convertir el paisaje en un escenario en el que proyectar metafóricamente la interioridad del artista ni en

un repertorio de símbolos que permitan hablar, en el idioma de lo sublime, de la orfandad esencial del ser

humano respecto a la infinitud del mundo, un destierro que, se inauguró precisamente cuando se escindió de

la naturaleza como sujeto. Puede que ni siquiera haya sido elegiaca.

Se adivina aquí, más bien, un intento de reingreso en la naturaleza, una reconciliación curativa mediante

la pintura; estos paisajes manifiestan antes que nada la humildad, la voluntad de retorno hacia el mundo

exterior y el ansia de exactitud del pintor de paisajes renacentista o flamenco; una obediencia al objeto y

una paciencia en el acopio de datos casi científica; un empirismo sin mística que se detiene en cada detalle

de los motivos, que parece ir silabeando minuciosamente lo que tiene ante sus ojos con la misma tenacidad maravillada de quien acopia referencias para un atlas, una enciclopedia, un tratado; que se deleita tanto en las cosas mismas como en las técnicas para registrarlas. De ahí el modo en el que la exquisitez del

dibujo y el amor por la minucia de algunos de estos paisajes pueden evocar, si acaso, la parte más empírica

de Friedrich –sus dibujos- o los precisos detalles que se acumulan en cada rincón de los panoramas de

la tradición flamenca. Es seguramente en ese mimo, en esa reproducción fiel de las formas naturales donde

Ruiz de la Peña puede llegar a sentir que ha hecho suyos los territorios que previamente apeteció el ojo,

en virtud de un pacto de reciprocidad en el que la rendición ante el objeto propicia la rendición del objeto.

Pero es verdad que, incluso a pesar de todo ello, estos cuadros destilan algo que identificamos como romántico (aunque sea el espectador, no el autor, quien hace en este caso el volcado de interioridad). Supongo que sucede, en parte, porque las cosas, tal cual son, poseen en sí mismas un misterio. En parte, además, a causa de los rasgos concretos de los paisajes que aspira a capturar esta pintura (enramadas y malezas casi siempre invernales, ruinas y edificios deshabitados, suelos yermos y otros donde parece prosperar la podredumbre, jardines y entornos suburbiales de los que se ha borrado toda presencia humana…) Pero quizá, sobre todo, depende de los fondos que, al cabo, me parece que son los verdaderos protagonistas de estas obras: celajes turbulentos, fluidos, cuya luz húmeda y cuya esquivez respecto a toda forma contrastan poderosamente con la definición de los objetos naturales o artificiales sobre los que flotan o a los que dotan de nitidez mediante acusados contraluces.

De ese encaje entre definición e indefinicion, fondo y forma, precisión y vaguedad, brota el misterio. Hay,

en puridad, dos modos de pintar en estos paisajes. El propio Faustino Ruiz de la Peña habla de “la parte del

artesano” y “la parte del pintor”. La primera es aditiva, constructiva, dibujística, paciente; se basa en la exactitud, en el dominio de las formas y la fidelidad hacia ellas. La segunda es sustractiva y, por las propias

exigencias del procedimiento, pide rapidez, delega en el obrar del propio pigmento, asume los riesgos necesarios para, finalmente, obrar el prodigio: lo que el propio pintor llama “sacar luces”. Las luces melancólicas y ominosas que, como revela una segunda mirada, resultan ser lo más vivo en estos paisajes.

Quizá aquello que más apasionadamente se quiso atrapar. Y también de algún modo lo más específicamente

pictórico, lo más desentendido de la mímesis del mundo exterior.

En realidad, en estos fondos se cifra la continuidad de esta obra respecto a las etapas anteriores de Ruiz

de la Peña. La diferencia radica en que, lo que en ciclos como Narraciones arrojadas eran una especie de limbo al cual se expulsaban pequeñas y fragmentarias figuraciones narrativas, ahora se ha transformado en una figuración del cielo; y lo arrojado, sin más narración que su propia y misteriosa presencia, es el mundo: porciones complejas y completas de mundo tal y como lo captan los ojos de un paseante medio, sin mayor coartada ni sobresignificación que su incitación a ser pintadas. Pero sucede que, por ejemplo en los paisajes boscosos, el mundo ha crecido tanto como para cubrir por completo el cielo con su trama, de modo que resulta difícil no pensar en justamente en lo inasible del mundo, más allá de toda imagen pintada; en una malla incapaz de capturar aquella misma luz que la hace visible. De nuevo Félix de Azúa: “Perseguimos aire, según la contundente sentencia del Eclesiastés, y como es inalcanzable queremos pintarlo para que se quede quieto. La frustración nos condena una y otra vez a cambiar o bien la representación o bien el soporte”.

¿Es así? En realidad, poco importa si es la frustración ante lo esquivo del mundo lo que impulsa a los artistas

a ensayar nuevas mañas; poco importa, igualmente, si la posesión del paisaje a través del paisaje, tal y como dice sentirla Faustino Ruiz de la Peña, es efectiva o ilusoria. Lo que cuenta al final, haya o no conquista de la realidad por la pintura, es que, indiscutiblemente, al pintar se funda más realidad; se añade más paisaje al paisaje; más mundo al mundo.

Y que hay paisajes de ese mundo añadido que todos quisiéramos, de un modo u otro, poseer, hacer también

nuestros para siempre. Como es el caso.

J. C . Gea

Galería Gema LLamazares

Instituto, 23. 33201 Gijón

Teléfono. 984 197 926

gema@gemallamazares.com.