Rafael Mateu de Ros escribe "Artemisa ya no llora" en relación a la obra expuesta en el Museo del Prado
El Museo del Prado muestra una obra de Artemisia Gentileschi
Lectura más que recomendable, entretenida, culta y apasionada, Artemisia de Anna Banti, que se ha reeditado en nuestra lengua en esplendida traducción del italiano de Carmen
Romero que nos brinda un epilogo firmado con sencillez como la traductora. La edición anterior en español, agotada hace años, había sido prologada por Susan Sontag.
La brillante escritora y critica de arte Anna Banti, seudónimo de la florentina Lucia Lopresi (1895-1985) escribió la biografía mágica y un punto novelada de Artemisia Gentileschi
(1593-1652/53) durante la segunda guerra mundial. Los bombardeos y las minas de los nazis durante su escapada de Italia destruyeron el manuscrito original que la autora, con gran dolor, fue capaz de reconstruir o, mejor dicho, de reinventar años después. La gran pintora del barroco italiano hasta hace solo unas décadas era débilmente recordada en los libros de historia del arte –en algunos muy celebres simplemente ignorada– como “hija de Orazio Gentileschi y violada por Agostino Tassi”, aprendiz en el taller del primero quien sería condenado pero liberado por los jueces dejando para siempre una sombra de duda sobre la veracidad de la versión de Artemisia.
Banti narra el acto de violación en dos líneas, para eso están publicadas las actas del proceso y la declaración de la víctima, que dice: “Cerró con llave la habitación y después me
tiró sobre la cama, inmovilizándome con una mano sobre el pecho y poniéndome una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos y me levantó las ropas, algo que le costó muchísimo trabajo. Me puso una mano con un pañuelo en la garganta y en la boca para que no gritara (…). Yo le arañé el rostro y le tiré del pelo”.
Resuenan las voces de la violencia de genero de nuestra época: la expresión del consentimiento, el abuso de poder, las sospechas sobre la víctima, el oprobio de la supuesta provocación, la ocultación, el miedo. Por suerte, Artemisia es una de las pintoras antiguas que ya han sido reivindicadas. Su vida es reconocible Artemisia ya no llora como la de una heroína que sin pertenecer a la nobleza ni a un oficio liberal –aún en pleno siglo XVII los artistas españoles e italianos estaban luchando por conseguir ese estatus– alcanzó en su madurez el respeto de todos incluido el del extremamente receloso, envidioso y masculinizado gremio de pintores. Fue, además –a diferencia de otras mujeres artistas– un modelo avant la lèttre de mujer liberal.
Marcadas desde el juicio las distancias con su padre, el gran y arisco pintor toscano Orazio, la pintora romana, instalada más tarde en Nápoles varios años, descubre en el libro que comentamos el lado más tierno de su vida, un esposo convencional –Pierantonio Stiattesi–, que se convirtió en una carga para su carrera y al que abandonó a pesar de seguir
queriéndole y Porziella, la hija monja inhóspita. El libro de Banti lo cuenta con detalle, siempre a dos voces, la de la artista y la de la narradora, intercambiando opiniones todo el
texto. A partir de entonces, Artemisia, ajena a los convencionalismos de la época salvo en su fidelidad a la moda española del negro ropaje, algo altiva y arrogante, fría, desdeñosa, virtuosa a su manera, guardaría con celo para siempre su sagrada independencia.
Banti nos relata, como en road movie, las peripecias del peregrinaje de la artista desde Nápoles hasta la Corte de Inglaterra, cruzando la península italiana, toda Francia, el canal y el sur británico, acosada por las enfermedades y los riesgos del camino, hasta el reencuentro postrero con el viejo babbo Orazio. De la que tuvo que soportar en vida el halago perverso de “mujer que sabe pintar igual que un hombre”, nos interesa rescatar su inmenso valor como artista. Reivindicar su igualdad de género y su igualdad o superioridad de mérito. Asociada en Nápoles al círculo de artistas –Massimo Stanzione o Andrea Vaccaro– próximos a Ribera, que habían vivido diez años antes el paso y la huella de Caravaggio
en la ciudad, el naturalismo violento y el claroscuro fueron suavizados después por el contacto con Van Dick y los pintores flamencos instalados en Somerset House. Fue una retratista excepcional, maestra de aquel género considerado entonces superior a todos.
Las mujeres de sus lienzos –Judith, Susana, Lucrecia, Cleopatra, María Magdalena e incluso las santas mártires– son mujeres llenas de fuerza y de carnalidad, pintadas de modelos del natural no de memoria como hacían otros artistas barrocos. Sin saberlo, aquellas mujeres del pueblo fueron protagonistas de un presente que para su tiempo resultaba tan fascinante como incómodo y de un futuro que no podían ni imaginar. Vemos a Artemisia serena y firme en su autorretrato como pintora o en el que se representa como Santa Catalina en la National Gallery de Londres. En el museo napolitano de apodimonte es el rostro impávido de la compañera de Judith –judía, valiente y desinhibida– que inmoviliza a Holofernes cuando el tajo de la espada le está decapitando.
En la gran exposición Reencuentros del Museo del Prado, pueden ahora admirar El nacimiento de San Juan Bautista, que formaba parte de una serie de seis pinturas encargadas en Nápoles a Gentileschi y a Stanzione, con destino al Palacio del Buen Retiro de Madrid. No hay muchas obras de la artista en las colecciones españolas, como apenas contamos con cuatro de Caravaggio, la del Prado, la del Palacio Real, la del Thyssen y la de Montserrat. Sorprendente infrarrepresentación de artistas que casi siempre se movieron y trabajaron por territorios que durante el siglo XVII tutelaba la Corona española.
Non piangere, Basta de lágrimas.