Ricardo Mojardín en la Galería Gema LLamazares: Pasajeros
Del 25 de enero hasta el 23 de febrero del 2013.
SU FAMILIA Y OTROS ANIMALES
¿Qué es lo que con tanto afán busca Ricardo Mojardín entre los animales? Pues seguramente lo que no
encuentra en el resto de sus congéneres: una pizca de humanidad. Preferir los animales a los hombres
es un rasgo de sabiduría antigua que él lleva años aplicando, desde que se empeñara en enseñar arte
a las vacas y hacerlas entrar, con toda parsimonia, en el Museo del Prado y otras grandes instituciones
artísticas, fijando en sus retinas las principales obras maestras. El primer paso en este sentido serían
dos exposiciones singulares, los “Autorretratos en la cuadra” de 1992 y, diez años después, en 2002,
“Una historia del arte para vacas”, o cómo explicar los cuadros a unos rumiantes vivos. A partir de 2004
comenzaría la serie pictórica Karmanimal, encarnada no sólo en los bovinos sino también en simios y
peces, en una larga transmigración que le llevaría a Arco y a otros lugares fuera de Asturias. En 2006,
un grupo de conejos encerrados en una jaula darían buena cuenta de los grabados de Durero dedicados
al Apocalipsis y desde 2007 a 2011 se desarrollaría la serie Cave canem, dedicada a los perros más
famosos de la pintura, compuesta por un conjunto de cuadros en los que se reproducían, con técnica
mimética y espíritu analítico, los canes pintados por los principales maestros de todos los tiempos y una
instalación exterior en la que se reproducían sus siluetas sobre una lona blanca plastificada con la que
envolver los árboles de los alrededores, para disfrute de los propios chuchos, como sucedió en El Convent
de Gerona. También hay que reseñar la “Arqueología para caracoles” de 2002 o la “Casablanca. Refugio
para insectos” de 2007, acciones puntuales de las que sólo queda el vídeo como único testimonio. Mario
Quintana escribe, y Ricardo Mojardín suele citar, que los animales, cuando imitan a las personas, por
ejemplo en el circo, pierden toda dignidad, pero es más bien al revés: su humanización suele ponernos
en evidencia a los hombres, al resaltar nuestras vanas ínfulas en asuntos tan pretendidamente exclusivos
como la cultura y el arte. Véanse, si no, las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego.
Los animales siempre han estado presentes en la obra de Ricardo Mojardín, aunque sea por elipsis,
como en el caso de la serie pictórica Biotopos (2009-2011), en la que aparecían tan solo sus nombres
científicos en el entorno biológico de los más importantes museos de Nueva York, Avilés, Florencia, Los
Ángeles, Madrid, Sevilla, Helsinki, Berlín, Munich, Bilbao, Kassel, Colonia, Roma, París o Londres. En la
serie que ahora presenta en la galería Gema Llamazares de Gijón, por el contrario, son casi los únicos
protagonistas, en retratos en primer plano que captan perfectamente su individualidad. Cabras, perros,
gatos, vacas, gallos, caballos, ocas o insectos, algunos incluso con nombre propio, que viven y mueren
en los alrededores de su casa en Lloriana, cerca de San Claudio. Moverse en un ambiente rural es lo que
tiene, uno acaba familiarizándose con los muchos bichos que le rodean, aunque éstos sean propiedad del
vecino. Junto a ellos, los retratos de sus familiares más cercanos (su madre, sus hermanas, su mujer y
su hijo) y, cómo no, su propio autorretrato, otro de sus temas recurrentes, con el que suele cuestionar su
identidad como creador y, de paso, la misma noción de autoría y el papel social del artista. Los cuadros,
realizados con un naturalismo pleno, tienden a lo monocromo, quizá para huir de la representación más
convencional, él que siempre ha escapado de las convenciones y no tiene el más mínimo empacho de
reivindicar la pintura cuando es necesario. El hecho de que en la exposición aparezcan mezclados él
mismo, su familia y otros animales, y que la disposición de lo cuadros se haga de forma lineal, juntando
los del mismo tamaño en una fila continua, a modo de tren con muchos vagones, hace sospechar que su
intención alberga por lo menos un doble significado, cuando no un triple sentido, ya desde el propio título,
Pasajeros, que habla a un tiempo de viajes en compañía y de la fugacidad de la existencia, a modo de
vanitas animal, en manos de un fabuloso fabulista que ha hecho de la transposición y el antropomorfismo
los viales de una obra que, de puro irónica y juguetona, acaba teniendo siempre un trasfondo moral y una
enseñanza, en forma de moraleja no explícita.
Luis Feás Costilla
Calle del Instituto, 23 33201 Gijón
Asturias